Por Mariano Gendra Gigena (Pres. Cruzada Cívica) para Perfil
Pensar que la ley de góndolas, con media sanción en Diputados y de inminente tratamiento en el Senado, viene a reparar todos los males de los consumidores no solo es ingenuo sino también negligente. Si bien es algo que las asociaciones de consumidores valoramos y veníamos pidiendo desde hace varios años, representa apenas un buen primer paso de una larga serie de medidas que deberían tomarse si lo que se busca es, como se proclama, proteger tanto a los pequeños productores como a los castigados bolsillos de la población.
Y es que, más allá de las dificultades que entraña su implementación y control, se trata de una medida de por sí limitada. Es decir que, aún aplicándola de modo impecable, seguiría siendo insuficiente, dado que solo atiende la cuestión de la boca de expendio, dejando de lado toda otra serie de aspectos que hacen sustancialmente a la formación de precios. Nada resuelve en el resto de la cadena de comercialización, donde se ocultan cuantiosos sobrecostos relacionados, por ejemplo, con cargas tributarias y costos logísticos (estos últimos representan, en muchas ocasiones, hasta el 35% del valor de venta de los artículos).
La iniciativa es buena, pero no sobreestimemos sus efectos. Evidentemente, el problema requiere de una perspectiva integral que considere todas las variables. El proceso de concentración de nuestra economía, tanto en materia de producción como de retail, viene de larga data y ha afectado directamente no solo a las pymes sino también al comercio minorista cuentapropista. En parte, por el cambio de hábitos de consumo de la población y las dificultades del comercio de cercanía de adaptarse a esas nuevas modalidades, es cierto. Pero en gran medida, por las completamente adversas condiciones de trabajo en las que le tocaba competir. Tengamos en cuenta que en numerosos casos son monotributistas (tienen que absorber el IVA), compran en el mismo mayorista al que accede el público general, no manejan volúmenes como para negociar precios, sus márgenes de ganancia son mínimos, y tienen escasas posibilidades de llegar al productor, así como los pequeños productores tampoco puede llegar a ellos.
La función del Estado, entonces, no solo consistiría en limitar a las cadenas y los monopolios, sino en arbitrar los medios para hacer rentables y competitivos a los jugadores más chicos en ambos extremos del hilo. Bajar costos, habilitar un régimen laboral especial, establecer incentivos, tender puentes entre las pymes y actores de la economía familiar y los comercios minoristas. Propiciar que el productor pueda acceder rápida y fácilmente a la boca de expendio, ya sea por menor carga fiscal, mejoras logísticas, o por el desmantelamiento de esos monopolios y oligopolios de distribuidores y mayoristas que terminan precarizándolo. Recatarlos del ahogo financiero y promover la inversión mediante el acceso al crédito. ¿Por qué no pensar en organismos que, mediante la articulación público-privada tal como se da en el caso de las exportaciones, fomenten la producción y consumo de la industria argentina pequeña, familiar, social, cooperativa, pero habilitando para ella nuevos mercados internos? ¿Por qué no considerar estrategias para que las economías regionales puedan llegar a todo el país, en especial a las grandes ciudades que concentran los mayores volúmenes de consumo? La solución al problema de las “góndolas”, como vemos, remite a una discusión mucho más amplia, en la que al Estado le toca eliminar las barreras burocráticas y abrir el juego. ¿O acaso queremos seguir “encadenados”?
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